(Alver Metalli). Hace años conversaba con Alberto Methol Ferré, un intelectual uruguayo muy apreciado por Bergoglio cuando era obispo y después Papa, y en medio de sus razonamientos dijo que una sociedad es justa y sólida cuando se construye sobre los más pobres, es decir, cuando se estructura a la medida de su condición. Conocía demasiado bien a mi interlocutor para saber que no se trataba de un elogio de la indigencia, sino de un criterio para superarla en la perspectiva más amplia de una construcción social con toda su inevitable complejidad.
Debo reconocer que cuando lo escuché me pareció una curiosa reflexión viniendo de un pensador de su calibre, en medio de tantos otros razonamientos -conceptualmente más elevados- que paradójicamente me resultaban más inmediatamente comprensibles.
Ha pasado mucho tiempo y, mientras tanto, la vida ha dado muchas vueltas. Fui a vivir con los pobres (primero en una villa miseria en las afueras de Buenos Aires, y ahora en una zona rural en el centro norte de Argentina). Aprendo de ellos, y de esos laicos y sacerdotes que viven con nosotros y que están más comprometidos y son más generosos que yo. He recordado aquel razonamiento algunas veces en los últimos años, pocas para ser sincero, y volví a pensar en ellos hace unos días, cuando estaba leyendo el Dilexit te del Papa León. Prevost reivindica con fuerza a los pobres, ellos son “de los nuestros”, afirma, miembros “de la familia” y, por lo tanto, no se trata de permitirles entrar en la casa, sino que ya están dentro. Por eso advierte que “nuestra relación con ellos no se puede reducir a una actividad o a una oficina de la Iglesia”, es decir, a introducirlos en un espacio que se considera más evolucionado para que ellos a su vez puedan emanciparse. El Papa León cita a su predecesor para sacar una conclusión lógica de la premisa anterior: “Se nos pide dedicar tiempo a los pobres, prestarles una amable atención, escucharlos con interés, acompañarlos en los momentos más difíciles, eligiéndolos para compartir horas, semanas o años de nuestra vida, y buscando, desde ellos, la transformación de su situación”.
No es fácil. Debemos frenar el impulso de compensar su aparente lentitud, de quemar etapas organizando un futuro más adecuado para sus vidas, de hacer que lleguen desde arriba los medios y recursos para hacer realidad lo que ellos -los pobres- demorarían mucho más tiempo en llevar a cabo.
Es la impaciencia, por ejemplo, que cree que puede hacer todo con dinero, acelerando construcciones que sin duda son útiles para solucionar necesidades obvias, que tal vez existen desde hace mucho tiempo, pero que la gente de un barrio marginal no le atribuye la misma urgencia, o construir un lugar de culto, o un comedor popular, o un centro de acogida, o un centro para la rehabilitación de adicciones, independientemente de quién tenga que ir a vivir allí. Es una impaciencia propia de los que vienen de fuera y que he tenido que aprender a mantener a raya a costa de los mismos pobres a los que uno quiere ayudar. Es necesario que haya un mayor grado de inmanencia en la vida de los más humildes que el ejemplo de santidad de los vivos y muertos que realmente han compartido la vida de los pobres puede ayudar a alcanzar.
Y precisamente este punto me recuerda otra reflexión, en este caso de don Giussani, que leí hace pocos días. En 1970, hablando también de los pobres y de la pobreza a un público de jóvenes que empezaban a seguirlo, recordaba «que el verdadero honor de Dios es ayudar a los pobres». De allí pasa al concepto de compartir -“la fe es compartir”- y de éste a “estar verdaderamente dentro” de una situación determinada, porque “la necesidad no existe como aspecto estructural en abstracto, no existe la situación de necesidad en sí misma: existe la persona que padece la necesidad”. Son palabras que asocié espontáneamente con las de León XIV y que fui a buscar nuevamente en el libro que estaba leyendo (Luigi Giussani, Un rostro en la historia).
En definitiva, los grandes saben realmente quiénes son los pequeños y cómo hay que relacionarse con ellos.
Cuidar de los pobres no solo no es una actividad de algunos, sino que es una cuestión de vida o muerte para todos. Dilexit lo expresa mejor: “cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos”. Además, “fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos”. El eco de su predecesor es fuerte y, por otra parte, el Papa León quiso completar abiertamente lo que Francisco había dejado inconcluso antes de su muerte.
En resumen, eliminar la pobreza del horizonte propio es condenarse a la esterilidad. Por eso, el Papa Prevost que conoció la pobreza desde adentro, dirige en la misma carta “un sincero agradecimiento a todos los que han elegido vivir entre los pobres, es decir, a los que no los visitan de vez en cuando, sino que viven con ellos y como ellos. Esta es una opción que debe encontrar lugar entre las formas más elevadas de vida evangélica”.
El corazón se ensancha cuando vemos a tantos contemporáneos que lo toman al pie de la letra.
Cuando se vive con los pobres se descubre, entre otras cosas, la fuerte relación con las múltiples manifestaciones de religiosidad popular que impregnan sus vidas, sobre todo entre nosotros, en América Latina. “Cuando no vamos a juzgar sino a amar”, decía el Papa Bergoglio poco antes de su muerte, “encontramos que ese modo cultural de expresar la fe cristiana sigue aún hoy vivo, especialmente entre nuestros pobres. Y esto fuera de cualquier idealización de los pobres, fuera de todo ideal de pobreza teologal. Es un hecho. Es una gran riqueza que Dios nos ha dado (…) No se trata solamente de manifestaciones de religiosidad que tenemos que tolerar, se trata de una auténtica espiritualidad que debe ser reforzada conforme a sus propias vías” (Francisco, Esperanza, p. 216).
 
				 
                            
                        
 
            





