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El Testigo. Medio siglo de un latinoamericano en la Roma de los Papas

Con este título también apareció la primera edición en español de un libro de memorias de Guzmán Carriquiry Lecour, publicado en italiano por la editorial Cantagalli y, hace unos días, en Latinoamérica, por la editorial mexicana Sapientia. El libro, en su edición latinoamericana, puede adquirirse también en Amazon. A continuación publicamos la reseña del libro aparecida en italiano en L’Osservatore Romano, traducida por nosotros.

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(Lucio Brunelli). Uruguayo de Montevideo, de 81 años bien llevados, 48 de ellos en el Vaticano, Guzmán Carriquiry ha tenido el raro privilegio de sentarse a la mesa con los últimos Papas, desde Wojtyla hasta Ratzinger y Bergoglio. Alto funcionario del Pontificio Consejo para los Laicos y luego de la Comisión para América Latina, preparó importantes discursos para los papas con motivo de audiencias y viajes internacionales, En algunas ocasiones, incluso expresó con franqueza sus dudas, pero siempre con espíritu de lealtad y sincero servicio. En realidad, esta cercanía a los sucesores del apóstol Pedro es un privilegio más único que raro, considerando que Carriquiry es un laico felizmente casado, no un obispo o un cardenal. Nunca buscó la atención de los medios y siempre prefirió trabajar entre bastidores, respetuoso de su rol institucional que requería la debida discreción. Ahora que finalmente puede disfrutar de su jubilación, pensó que había llegado el momento de contar, con gracia y mayor libertad, ese medio siglo vivido en la Roma de los Papas. Así llegan entonces sus sabrosas memorias a las librerías, no sólo de Italia, sino también de todo nuestro continente (El Testigo. Medio siglo de un latinoamericano en la Roma de los Papas).

En 1972 Carriquiry tenía 26 años cuando le ofrecieron trabajar en la Curia Romana. Con Pablo VI se estaban implementando las reformas conciliares. El objetivo era dar una mayor apertura internacional al gobierno central de la Iglesia Católica y se buscaron nuevos talentos para incorporar a los organismos pastorales que se habían establecido tras el Vaticano II. En América Latina la elección recayó en este joven recién graduado en Derecho, muy involucrado en asociaciones juveniles católicas y redactor de Víspera, la revista del filósofo Alberto Methol Ferré que buscaba un camino original para los católicos del continente, entre guerrillas y golpes militares orquestados por Washington. De espíritu libre, el joven estudiante Guzmán había firmado incluso un manifiesto de apoyo a la revolución cubana, antes de la deriva marxista-leninista. De su madre había recibido una fe límpida y profunda; ella era una gran mujer que había crecido en un ambiente laicista y se convirtió al cristianismo en un momento dramático de su historia familiar.

Carriquiry llegó a Roma con su joven esposa, Lídice, de quien hoy sigue más enamorado que nunca, y un bebé recién nacido, Juan Pablo, llamado así en homenaje a Juan XXIII y Pablo VI. El nombre Lídice, en cambio, había sido elegido por el suegro de Guzmán para recordar un pueblo “mártir” cerca de Praga que Hitler quiso borrar del mapa cuando mataron a un jerarca nazi: “¡Lídice vivirá!”, escribió su padre en el registro de bautismo. En Roma, el mundo abrió sus puertas a la joven pareja de Montevideo; allí conocieron a un obispo polaco que visitaba a menudo la curia, llamado Karol Wojtyla. Cuando fue elegido Papa, Juan Pablo II comenzó a invitar a Carriquiry a almuerzos de trabajo. Escuchó sus opiniones e incluso le pidió que escribiera algunos discursos para sus épicos viajes por América Latina. En el Consejo para los Laicos, Guzmán se convirtió en el referente de los nuevos movimientos y comunidades eclesiales. En el libro relata con una sonrisa las protestas de los iniciadores del Camino Neocatecumenal cuando el Papa les pidió que adoptaran un estatuto: “¡San Pablo no necesitaba un estatuto para evangelizar a los paganos!” gritaba Carmen Hernández, referente del Camino junto con Kiko Argüello, pero con ambos nació una gran amistad. Carriquiry también conoció a don Luigi Giussani y fue un testigo convencido en el proceso de canonización en curso en Milán: «Fue muy importante en mi vida de fe y en mi servicio al Papa. Siempre me he preguntado por qué el Papa Wojtyla no lo nombró cardenal… Pero sin duda ser santo es más importante que ser cardenal…”.

No faltan historias de algunas delicadas misiones diplomáticas confiadas a Carriquiry. Fue enviado a Moscú en 1984 con el genetista Jerome Lejeune, los únicos representantes del Vaticano en el funeral de Andropov, y mantuvo una interesante conversación con Berlinguer. En la Conferencia sobre la Población de la ONU en El Cairo, en 1994, formó parte de la delegación que forjó una alianza sin precedentes con los diplomáticos iraníes.

Luego están los cónclaves de 2005 y 2013, que vivió desde fuera pero no como simple espectador. Predijo y apoyó la elección de Ratzinger. Lo mismo sucedió con la elección de Bergoglio. El cardenal Schönborn de Viena confesó que su voto por el cardenal argentino también se había inspirado en un breve intercambio con la esposa de un amigo suyo latinoamericano antes de ingresar a la Capilla Sixtina: esa mujer era Lídice. El matrimonio Carriquiry, amigos de larga data de Bergoglio, vivieron una relación especial con Francisco. Las memorias también relatan con gran parresía las dudas que la pareja expresaba en algunos casos al primer pontífice latinoamericano. Una franqueza que nunca afectó la amistad y el aprecio mutuo: “No era fácil seguir a un Papa jesuita, una personalidad espiritual y de gobierno muy compleja. Me corrijo: tal vez fue fácil para el pueblo, para la gente humilde y sencilla, para los pequeños, para los de corazón puro… Quizás fue más complicado para nosotros, las “élites” eclesiásticas e intelectuales que se consideran “ilustradas”, con más información, pero al mismo tiempo con el riesgo de los prejuicios ideológicos”.

No podemos revelar todo en esta nota, pero ciertamente Carriquiry no cuenta la historia de un Vaticano idealizado. Recuerda lo que un sabio monseñor alemán le dijo cuando empezó a trabajar en la Curia: “Aquí hay un 10 por ciento de santos, un 10 por ciento de demonios y un 80 por ciento -‘como tú y como yo’, me dijo- de pobres pecadores que mendigan la misericordia de Dios. ¡Pero ten cuidado! – concluyó -, el 10% de los santos está formado por grandes santos y el 10% por terribles demonios”.

En 2019 dejó su último cargo en el Vaticano como vicepresidente de la Comisión para América Latina, continente cuyas vicisitudes siempre le han apasionado (¡en los partidos de fútbol entre la selección italiana y la uruguaya él y sus hijas siempre animaban a la latinoamericana!). Luego, durante cinco años, aceptó el nombramiento de embajador ante la Santa Sede de su querido país natal. Las últimas páginas del libro son una alabanza a Dios por lo que le ha concedido vivir al servicio de cinco papas en Roma, una ciudad que ama, con Lídice “cada vez más hermosa”, con cuatro maravillosos hijos y una multitud de nietos, a quienes dedica especialmente los recuerdos de su vida.

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