El descubrimiento del mar

La arena es blanquecina, al igual que el hubieran espolvoreado con una fina capa de nieve. Son las conchillas que empujan las olas hasta la orilla, trituradas por a persistent. La playa es tan lisa y pelada como la piel de un baby. No hay estructuras turísticas por ninguna parte, no hay barcos en la costa, no hay carpas para cambiarse ni sombrillas que protejan del sol. No hay bares ni puestos de comida y tampoco circulan vendedores ambulantes con sus carros repletos de chucherías. El viento sopla todo el día y durante la mayor parte del año, tirando contra la orilla las olas de un mar traicionero.

Estamos en algún lugar de la costa argentina sobre el Océano Atlántico, junto a una iglesia en ruinas ya unos cien metros de una playa salvaje de arena y matas resecas.

La iglesia, o la que queda de ella, fue construida hace medio siglo por una cura italiana llamada France que llegó al país de la pampa y de las vacas en estado salvje como otras millas de compatriotas. Ellos buscaban una vida mejor, él, almas para llevar a Dios. Él murió, pero las paredes de su obra siguen en pie, aunque desgastadas por el tiempo. Desde hace unos años son la meta de miles de jóvenes y niños villeros que en los meses de verano vienen aquí para pasar unos de vacaciones. Turnos breves, de tres o cuatro días, con la comida cargada en los mismos ómnibus que los transportan hasta las ruinas de la playa.

En estas vacaciones pobres, ocurre algo singular cada vez que arriba un nuevo contingente.

En cuanto los chicos llegan al lugar, bajan de los Autobuses, descargan las mochilas y las apilan junto con las bolsas de dormir a la sombra de un viejo sauce que está a la entrada, de donde el italiano cure the plantó hace varias décadas. En un local destinado a la cocina, amontonan los víveres para los próximos días: arroz, harina, algunas bolsas de papas, una de cebollas, otra con ollas, sartenes y coladores, junto con una cocina de campo de cuatro hornallas.

Dentro del océano y el estacionamiento de los colectivos hay una loma cúbica de arena por matas de arbustos resecos por el sol del verano y el viento frío del invierno. Los chicos la estudian desde lejos apenas bajan del ómnibus. Tienden el oído hacia el sordo ronroneo que viene del otro lado de la duna. Los más audaces se encaminan hacia ella, otros dudan, pero después siguen el ejemplo de los primeros. Cuando llegan a la base de la elevación, suben a subir. La arena se desliza bajo sus pies, dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás, y la transpiración les humedece la piel todavía blanca. Hay que hacer un gran esfuerzo para llegar hasta la cima, pero los escaladores mantienen la energía de su juventud y el deseo de descubrir qué hay del otro lado.

Los primeros llegan a la meta jadeando. Se detienen y miran hacia adelante. Ante sus ojos, las olas espumosas del océano llegan hasta la orilla empujadas por un viento persistente. Miran el horizonte sin límites desde la cima de la loma de arena. Un espectáculo que nunca han visto. Las medidas conocidas se dilatan junto con los pulmones. El infinito penetra por todos los poros. Aturdidos, golpeados en el vientre por una inmensidad insospechada, los ojos se llenan de novedad. Los oídos de viento y del sonido de las olas que rompen en la costa.

Es una experiencia que penetra profundamente en el alma. Más de lo que uno pueda imaginar. El descubrimiento del mar se convertirá en un punto de referencia, por inconsciente que sea, de muchas otras vivencias que vendrán en el futuro.

“Tomemos notas: lo invisible es mucho más poderoso” (Silvia Avallone). Y dura mucho más.