Llegó la hora

(Alver Metalli) El diario se interrumpe el 13 de julio, con una observación sobre el tráfico de la ciudad cada vez más caótico, seguida por un pensamiento que aparentemente no tiene ninguna relación con un hecho concreto. «El eterno descanso no evoca nada deseable. La luz que no tiene fin es triste, un tenue resplandor anaranjado en un lugar cerrado y silencioso». ¿Qué significa? ¿Que esa promesa de una vida inmortal que hace el catolicismo ha perdido valor para él? ¿Y por qué subrayarlo de esa manera en el diario? El 11 del mismo mes contiene una docena de renglones. Describen una escena bastante común que observa en el parque municipal: un grupo de niños de distintas edades, alegres y ruidosos, dando de comer a los patos en el estanque. Es notable la frase sobre un pato de plumaje negro que lucha mucho más que los otros para capturar su ración de granos de trigo. Santiago se refiere a ello como «un impulso inútil» del animal hacia el alimento que los patos blancos, predominantes en el estanque, «le quitan en sus narices sin ningún remordimiento».

El 7 de julio hay una poesía que reproduzco. Sabía que Santiago escribía versos en su tiempo libre, pero nunca se los había mostrado a los amigos. «El gusano siempre había estado allí, gordo y bien alimentado; en la carne fresca de deseos, en los deseos sin carne. El gusano estaba allí desde el comienzo, desde el principio de los principios, enquistado en los pliegues secretos, entre los rebordes de los ímpetus que renacen. Estaba allí desde el primer día, excavando su nicho de corrupción, paciente, invencible creador de provisoriedad. Estaba allí desde el amanecer grisáceo, desde el principio de los días, obstinado anulador de lo que es. El gusano eterno que muere y que resurge, que excava su guarida de mentiras. El gusano inmortal nunca había desaparecido, tramaba la emboscada, la trampa artera, disfrazado de candor». ¿Qué era ese gusano hambriento atiborrado de esperanzas? ¿Qué siempre ha existido, ocultándose, pero sin desaparecer jamás? Al terminar la composición escrita en el diario se puede ver una anotación singular, sobre un «rayo» que debe venir «del futuro para destruir una vida infeliz». Es fácil suponer de quién es la vida desafortunada, pero no tanto – hasta ahora – de qué naturaleza debía ser el rayo que le pondría fin.

Cinco días antes, el 2 de julio, aparece en el diario una referencia a un no mejor especificado «ellos» que «no olvidan los acuerdos», seguido por un nuevo poema que transcribo, igual que hice con el anterior. «Explotó con fragor de trueno/rodó sobre la calle, ronco aliento de desesperación. “¿Por qué?” /Todo sonido se apagó a su alrededor, danzó en el aire/ áspero jadeo cargado de perplejidad. /El grito retumbó con fuerza salvaje: “¡Por qué ahora!” / Después se hizo silencio en la plaza. / Los pájaros volaron en todas las direcciones / tres se posaron sobre una rama retorcida/ “¡No estoy listo, no estoy listo todavía! / El grito se quebró en tres ecos; uno siguió al otro / como el galope de un caballo / “¿Por qué ahora, por qué aquí? Tengo muchas cosas que hacer, muchas que corregir. ¡No estoy listo!” / Nadie lo estaba escuchando. / Los ángeles habían escapado, tímidas lagartijas delante del tractor. /La oscuridad cubrió la tierra. Se hizo el silencio. / Y la muerte no vino». ¿Qué podíamos pensar los amigos, incluso si hubiéramos tenido la oportunidad de conocer estos versos antes de que el grito estallara con el fragor del trueno? Como mucho, que Santiago sentía que estaba en peligro, pero que de todos modos había escapado a esa amenaza a la que alude sin aclarar nada más.

Ninguna otra cosa se destacaba en el diario de 2019, o por lo menos que hubiera podido ser de alguna utilidad para prever con tiempo lo que ocurrió después. En el cuaderno de 2020 las referencias oscuras son más abundantes, pero igualmente enigmáticas. La última, de diciembre, parece la descripción de una pesadilla: «Una multitud de fantasmas se eleva flameando como humo en la noche. Los semblantes cobran forma por el conocido encantamiento, se asoman al umbral de la consciencia arrancados a la nada uno por uno con una fuerza inaudita. Los rostros acuden desde distancias abismales; reconstruidos por la espera en las formas habituales. Acuden presurosos allí donde los llaman, danzan, por fin, delante de los ojos de la mente, resucitados por una ternura que va perdiendo fuerza. Una vez más la vida invisible acude para recuperar el espacio que le corresponde. El corazón exulta, gratificado por la provisoria compañía. Después, los recuerdos se desvanecen, sumergiéndose en las aguas gélidas de la realidad. Y el pacto se adueña nuevamente del futuro, sin fecha establecida ni anuncio de cumplimiento inminente».

Algo debía ocurrir en un futuro indeterminado, un acuerdo suscripto con alguien, algún tipo de entendimiento – nefasto – entablado con vaya a saber quién, eso sí resulta ahora trágicamente claro, pero el diario de Santiago no contenía ninguna alusión que permitiera suponer de qué pacto se trataba, y cómo hubiéramos podido hacer sus amigos para anularlo, siendo como era totalmente impreciso el “futuro sin día” en el que hubiera debido revelarse.

Yendo hacia atrás, en el mes de noviembre escribe: «Es tal como me habían anticipado aquel día, la primera vez que fui a verlos: ahora que quería detenerlos siguieron tratándome como a un extraño. Para ellos, yo nunca había estado, no tenía nada que ver con el servicio que prestaban. Por lo tanto, no podían rectificar una disposición que nunca les había manifestado. ¡Y de qué disposición estaba hablando, además! Una cosa de locos. Eso no me lo dijeron abiertamente, pero se comportaron como si fuera un enfermo mental».

Entonces quiere decir que había intentado retroceder, anular ese desafortunado acuerdo, pero no pudo hacerlo porque la otra parte no aceptó su arrepentimiento. «¡Dónde están, malditos! ¡Debe haber algún modo de cambiar las cosas! Un acuerdo es un acuerdo, me contestaron. Irrevocable como el día del juicio, del juicio final. Permítanme que les explique. Les daré lo que me ha quedado, y mucho más, pero déjenme hablar».

Sin embargo, en septiembre aparece en el diario de Santiago una especie de despedida: «No les pertenezco, ya no soy uno de ustedes. Estoy con ustedes, estoy aquí, soy el mismo que ayer. Mi cara la conocen, los ojos tristes, el cabello revuelto, el aspecto amistoso. No los siento míos, me resultan indiferentes. No me alegran los elogios, las felicitaciones que me dedican son sonidos vacíos que golpean mis oídos. El desprecio no me afecta, los insultos que ustedes me infligen son una ofensa vacía que apenas roza la consciencia. Los reproches que pueden hacerme no cambian el curso de mis días. No busco la admiración. Empecé a alejarme un día que no detuve. No defendí mi posición como hubiera debido (tal vez). Tal vez me dejé llevar (vaya a saber). No sé. No me pregunten nada. Ya está hecho. No puedo volver atrás». No hay duda de que está hablando de una crisis, de un alejamiento que había comenzado en su vida con respecto a cosas que la habían llenado en el pasado y de la que sus amigos no nos dimos cuenta cuando todavía – tal vez – podíamos hacer algo.

Un silencio profundo, tenso, emocionado, acompañó la lectura del diario de Santiago todo el tiempo que duró. No estoy seguro de que él quisiera que lo encontráramos. Más bien creo que no tuvo tiempo de destruirlo. El rayo cayó de improviso como primero había deseado y después temido. Cada tanto, alguno de los amigos que escuchaban la lectura del diario levantaba la cabeza y me miraba para compartir el desconcierto y la amargura que lo invadía. O tal vez una impotencia de la que se sentía culpable.

Santiago nunca fue un tipo alegre, es cierto, pero ¿cómo podíamos saber que había hecho un pacto de esa naturaleza, terrible y sin retorno? ¿Un pacto de muerte del que se había arrepentido y que había inútilmente tratado de anular? ¿Cómo podíamos imaginar que existía una Agencia especializada en suicidios, que acepta borrarte del mundo cuando se lo pides y no hay posibilidad de anular el acuerdo?