Viaje a los grandes santuarios de América Latina

Se largó la maratón. El papa Francisco dio la señal de partida en la basílica de San Pedro el 1º de mayo. Los cristianos del planeta comenzaron la carrera de avemarías por el fin de la pandemia que desde hace más de un año arrasa la tierra y siembra luto y destrucción a su paso. El próximo sábado será el turno de Argentina y el santuario de Luján, después el cubano de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre (20), para pasar luego al santuario de los santuarios, el de Guadalupe en México (26) y por último Monserrat en España (22 de mayo).

Poco a poco se vuelven a poblar los grandes santuarios de América Latina. En las cumbres de los Andes, en las inmensas llanuras de América del Sur, en los intrincados bosques de América Central, comienzan de nuevo – con las debidas precauciones – las peregrinaciones a los lugares de las distintas apariciones de la Virgen. No se puede decir que a la fantasía del Misterio le haya faltado inspiración para manifestar el más íntimo de los dogmas católicos en decenas de modalidades diferentes a lo largo y a lo ancho del continente. Si la patrona de los panameños sobrevive al saqueo del pirata Morgan, la de Nicaragua, la Purísima para el pueblo, llega al país centroamericano oculta en el equipaje de un hermano de santa Teresa de Ávila. Más al sur, en el istmo de América Central, la Virgen del Quinche asegura a los indios del Ecuador que no serán devorados por los osos famélicos que hacían estragos en su territorio, mientras que a la popularísima Virgen cubana del Cobre se le añade una segunda, llamada del Exilio, que, antes de llegar a su destino final en la tierra de los Estados Unidos, se detiene, quién sabe por qué, en la Embajada de Italia en La Habana. ¡Y qué podemos decir de la Patrona de Venezuela, que se le apareció a un indio tan asustado por la manifestación divina que por toda respuesta trató de matarla con una flecha! Ella desapareció, dejando en la mano del desconcertado cacique un pequeño pergamino con su propia imagen como si fuera una moderna tarjeta de visita.

Las Vírgenes de los países andinos tienen sus santuarios a gran altura, rodeadas de peregrinos y cóndores. La Virgen colombiana de Chiquinquirá, pintada sobre un tapiz de algodón indígena, se autor restaura después de haber sido abandonada a las inclemencias del tiempo. A sus pies se arrodilló el libertador de América en persona, Simón Bolívar, que portó su insignia en las batallas de la independencia latinoamericana.

Las Vírgenes guerreras forjan la historia de las naciones del continente. A la cabeza la boliviana de Urkupiña, impresa en los escapularios de soldados y comandantes en las campañas militares por la emancipación. La Virgen chilena del Carmen, importada de España por los frailes de San Agustín, tiene una tradición militar no menor que su homóloga boliviana, si se considera que San Martín en carne y hueso la honró con el título de “Patrona del Ejército de los Andes”, mientras Bernardo de O’Higgins, otro respetado general de ejércitos libertadores la denominó “Patrona y Generala de las Armas Chilenas” antes de la famosa batalla de Chacabuco, decisiva para el destino de la incipiente nación. Y qué decir de las Vírgenes obstinadas, las que eligieron ellas mismas el lugar donde querían ser veneradas, haciendo que las encontraran en un sitio determinado o resistiendo los intentos de trasladarlas, ¡a veces dispuestos por las mismas autoridades eclesiásticas! Para disuadir a quien pretendía llevarla a otro lugar, la pequeña imagen de la virgen de Chapi, en Perú, se volvió tan pesada que fue imposible moverla de donde se había plantado. El milagro de su obstinación se difundió por toda la región inspirando a los peregrinos, que desde entonces recorren grandes distancias por tierras agrestes y van dejando por el camino piedras de distintos tamaños, para aliviar simbólicamente el peso de sus pecados.

En el sur de América Latina, en las pampas argentinas, cuentan que el carro que transportaba la imagen hacia su destino se planto en un punto del camino y los bueyes se negaron a proseguir. Fue trasladada en varias oportunidades pero volvió siempre al mismo lugar, cerca del pueblo de Luján, al que desde entonces llaman el lugar del milagro. Del otro lado de la frontera de Argentina, en el vecino Paraguay, un indio corría desesperadamente para escapar de los guerreros de una tribu enemiga. Se ocultó detrás de un tronco caído y solo tuvo tiempo de prometer que con él tallaría una imagen de la Virgen si ella evitaba que lo vieran sus perseguidores. Así fue, y el indio pudo volver sano y salvo, y mantuvo la promesa que había hecho.

La peculiaridad de la Virgen de Uruguay, llamada de los Treinta y Tres, es que no se la conoce por ningún milagro especial. Su popularidad, en efecto, no está relacionada con hechos extraordinarios ni con señales que trascendieran el orden natural de las cosas. Solo la “fortuita” coincidencia de encontrarse en el momento justo – el acto solemne de la declaración de la independencia – y en el lugar justo – el pueblo que eligieron los patriotas para celebrar el congreso que la sancionó.

Son todas Dolorosas las Vírgenes de América Latina, por su aspecto o por su nombre, y participan de la condición sufriente de los pueblos que quieren proteger. Por eso los humildes sienten que ellas se identifican con su condición de precariedad en la tierra

El indígena, el desposeído, el desamparado, es el privilegiado en las manifestaciones de la Madre de Dios en tierra latinoamericana, tanto si es campesino, pescador, peón o el más famoso Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el indio de la etnia náhualtl, arquetipo de todos los humillados del continente. El evento portentoso que hizo famosa a la patrona de Argentina fue presenciado por un esclavo afrobrasileño[1], mientras la Virgen boliviana de inconfundibles rasgos indígenas fue tallada por un descendiente inca de muy pobre cuna. La famosa Aparecida del vecino Brasil fue “pescada” por tres humildes pescadores en el río Paraíba; la Señora de Suyapa, patrona de Honduras, se hizo encontrar por un joven y pobre peón. Fiel a la regla, la Virgen de Caacupé también es obra de un indio muy humilde de la estirpe guaraní.

Todas son todas Madres, infinitamente madres, que se comportan como tales y como tales las siente el pueblo de la villa que las honra invocándolas. Todas, casi sin excepción, llevan en sus brazos al Hijo de Dios, lo tienden tiernamente hacia el villero, expresando la cercanía de un poder finalmente ecuánime, redentor y capaz de verdadera justicia en este mundo y en el de más allá.

(Imagen frontal de la basílica de Lujan, en Argentina)