El aspirante a párroco

(Alver Metalli) El cuerpo se relajó, como si un desmayo repentino y profundo se hubiera apoderado de sus miembros dejándolos inertes. Se desplomó sobre el brazo del sillón mientras el cuerpo se deslizaba hacia adelante deteniéndose en el borde. Los cuatro ministros de la Eucaristía siguieron distribuyendo las hostias sin saber lo que estaba ocurriendo, dos de ellos de espaldas al altar, uno junto al otro en el centro de la nave, los otros dos a los costados, al final de la columnata, un poco más lejos. Los cuatro se detuvieron con la hostia en la mano cuando vieron que los fieles se ponían de pie y miraban en la misma dirección, detrás de ellos. Entonces se volvieron y vieron al celebrante en esa curiosa posición, con la espalda apoyada en la silla, el cuello flojo inclinado hacia un costado. La pierna derecha doblada bajo el peso del cuerpo que le impedía extenderla junto a la izquierda.

Los dos auxiliares del celebrante, al pie del altar, dudaron un instante – en ese momento cayeron en la cuenta de que la voz a sus espaldas, la voz conocida de su párroco efectivamente había dejado de escucharse unos segundos antes. La incertidumbre se prolongó: no podían saber por qué el sacerdote estaba actuando de esa manera y si aquello era suficiente para interrumpir el carácter sagrado de la ceremonia, que se encontraba en el momento culminante de la comunión.

Eran las 12,23: acababa de mirar la hora porque el rito dominical se estaba extendiendo un poco. Dos señores que no se habían incorporado a la columna para recibir la eucaristía abandonaron el banco y acudieron, dudando también, si era necesario prestar ayuda al religioso desplomado sobre el sitial. Los dos diáconos decidieron seguir distribuyendo la comunión y terminaron rápido, porque pocos fieles más se incorporaron a la procesión. La mayoría se detuvo a la altura de la balaustrada delante del altar, con los ojos clavados en el rostro del sacerdote que no parecía pálido, tratando de comprender qué podía haber ocurrido y hasta qué punto era grave.

La misa no pudo terminar con la bendición final porque el celebrante no estaba en condiciones de impartirla. Un azorado ministro de culto despidió a la asamblea con un “podemos ir en paz” que evidentemente se escuchó inseguro y pareció improbable.

Habían pasado más o menos tres minutos desde el desvanecimiento del párroco, si de eso se trataba, cuando un señor distinguido, un médico sin duda, se levantó del lugar que ocupaba, recorrió el pasillo entre las filas de bancos y se arrodilló junto al sacerdote. La expresión del rostro del doctor no cambió, conservando la seriedad inicial, lo que fomentó las conjeturas más pesimistas en la mente de los asistentes. La asamblea litúrgica, creo que así se denomina en el rito dominical, se dirigió hacia la salida con un murmullo después de recitar un Ave María por la salud del sacerdote, cuyo estado de gravedad, por el momento, solo podía suponerse porque no lo levantaron ni lo llevaron a otro lugar donde pudiera ser mejor atendido.

El resto lo escuché en mi casa unas horas después, en Radio Oriental, con algunos detalles poco exactos en realidad: el párroco había fallecido de un ataque al corazón en el momento de la consagración, informó el locutor con la evidente intención de acentuar las circunstancias dramáticas del hecho. En realidad, el infarto – si de eso se trataba – se produjo después, y puedo asegurarlo porque yo estaba prestando una atención que sin duda no tenía que ver con la devoción.

Al día siguiente El Sol de la Mañana corrigió el diagnóstico del locutor de Radio Oriental, y recién entonces la información era correcta. Y desconcertante: envenenamiento por cianuro. Los rastros inequívocos – ya identificados en el laboratorio, afirmaba la crónica del matutino – se habían encontrado en el cáliz, así como en la pequeña botellita del vino que se usó para consagrar la eucaristía. Evidentemente, quien había colocado el veneno mortal no quería dejar escapatoria a la víctima. El artículo se explayaba sobre el pasado del sacerdote para elogiar sus cualidades, que según el periodista eran la mansedumbre, la paciencia, la disponibilidad para atender a los fieles a cualquier hora del día o de la noche. Y el don de la palabra – como había podido constatar personalmente – que lo había convertido en un predicador solicitado en la diócesis. Cualidades que explican por qué la edición del 27 de noviembre del diario, día del funeral, estuviera llena de avisos fúnebres de los allegados, de las instituciones de beneficencia en las que participaba el párroco, de tres o cuatro familias de la parroquia con las que tenía una amistad más cercana. En pocas palabras, era una persona apreciada y reverenciada en la comunidad de los creyentes, y también fuera de ella.

Las ediciones del Sol de la Mañana de los dos días siguientes no agregaron mucho más que los recuerdos de quienes lo conocieron y una declaración de aprecio del obispo de la diócesis que elogiaba, entre otras, la capacidad del difunto para estar cerca de las personas y apoyarlas en las pruebas de la vida. Ninguna mancha en su pasado, ninguna sospecha de abusos sexuales, tan expuestos en la actualidad, ninguna sombra de mala administración del patrimonio de la parroquia, bastante escaso probablemente, ya que se trataba de una iglesia de la periferia. Nada que pudiera hacer pensar que su muerte se debía a una reacción desproporcionada ante alguna circunstancia indecorosa que hubiera manchado al sacerdote en algún momento de su vida.

Los años en el seminario tampoco ofrecían nada que pudiera alentar la maledicencia de la gente más allá de ese estado latente en que por lo general se encuentra. Sánchez Quesada – olvidaba decir el nombre del párroco – había asistido al noviciado salesiano durante algunos años y después entró en el seminario de la diócesis de Minas. Una vocación lineal, sin sobresaltos, hasta la ordenación y la asignación de su primera parroquia.

Con respecto al envenenamiento cayó por fin un manto de silencio en el Sol de la Mañana y los restantes medios de la ciudad, incluyendo Radio Oriental que había dado la primera noticia. La población femenina del barrio siguió hablando del mismo durante una semana, sobre todo las mujeres del mercado, hasta que llegó el reemplazante del difunto Sánchez Quesada. Un sacerdote joven, de aspecto agradable, con modales desenvueltos en su trato con la gente y hábil también en la oratoria, aunque sin llegar al nivel del párroco asesinado, aseguran quienes lo escucharon en la primera misa que celebró. El mismo obispo presidió la liturgia dominical de las once y al iniciar la ceremonia presentó a la comunidad al reemplazante del padre Sánchez con tonos paternales.

El padre Sebastián Costa, así se llamaba, hizo todo correctamente, con un celo que demostraba la preparación recibida para el oficio sacerdotal y las tareas de párroco. Siguió cumpliendo su rol con diligencia y una pizca de pedantería, según algunos parroquianos. Hasta que llegaron las fiestas patronales y la policía se presentó en la casa parroquial y se lo llevó. Al día siguiente, con la edición del Sol de la Mañana, se confirmaron las sospechas que circulaban en voz baja: él había envenenado al padre Sánchez Quesada y el móvil de su crimen era la obsesión de ser párroco.